Todos mis antiguos amaneceres

Ya son las 7,05 y todabía no puedo abrir bien los ojos. El televisor baila en mi vista desenfocada y veo los titulares de hoy, o más bien, de hace tres días. Puros refritos de los noticiarios anteriores. Me levanto y tirito sin parar. Una vez lavada, con el uniforme puesto y con un poco de leche caliente en el cuerpo, salgo a la calle.

La neblina no me deja mirar más allá de dos metros de distancia, el vapor sale por mi naríz, así que me subo la bufanda y voy al paradero. Dos micros pasan de largo porque están a reventar. La gente y yo, nos empezamos a poner nerviosos. Muchos miran el reloj, otros hacia la calle y la próxima micro; yo miro la montaña nevada y las nubes que solo la dejan entrever y, de pasada, me acuerdo que esta podría ser la tercera vez que llegue atrasada, así que no me salvo de la llamada al apoderado.

Pasa por fín una micro a medio llenar y todos empiezan a moverse como pinguinos alborotados. La micro para, todos nos apretamos, me empujan, siento que pierdo el aire y logro subir. Me voy de pie, agarrada apenas a un fierro y con tres personas mucho más cerca de lo que me gustaría que cualquier extraño se me acercara en otra situación. Me da mucho calor y deseo salir de allí, o por lo menos, quitarme esta desesperante parca. Se abre la puerta y una ráfaga de aire frío me calma un poco.

Salgo asfixiada de la micro. Corro hasta el colegio para que no me anoten. Me acuerdo de la prueba y me doy cuenta de que no estudié nada y, además, se me cae el alma a los pies al ver en mi mente la carpeta que se me quedó encima de la mesa, al lado de la taza de leche.  

Llego a la sala y otro día normal de colegio comienza.